Don Adolfo
Por MIGUEL LOPEZ AZUARA
Cuando don Adolfo Ruiz Cortines, secretario de
Gobernación en el gabinete del Presidente Miguel Alemán Valdés, fue escogido en
1951 como candidato presidencial del PRI, tenía 62 años y había sido marginado
del grupo de los aspirantes, porque ya “estaba viejito” y seguramente no iba a
soportar el reto. Vivió 22 años más: murió el 3 de diciembre de 1973, cuatro
semanas antes de cumplir 84 años, el día 30.
Ya como ex Presidente, don Adolfo relataba que ese
conveniente cálculo de sus rivales se convirtió en la íntima esperanza que
condujo al Presidente Alemán a darle su apoyo para la candidatura, pues no
ocultaba sus ganas de continuar en el poder, por la vía de la prolongación del
mandato, antes que transmitirlo y descartado su intento de reelección frustrado
por la oposición abierta del club de los ex presidentes Ávila Camacho,
Cárdenas, Portes Gil y Abelardo Rodríguez.
Casi siete decenios después tenemos un flamante
Presidente López Obrador, de 65 años, con el antecedente de una cirugía a
corazón abierto, el sano hábito de madrugar y una sobrecarga de
responsabilidades que lo obliga a dormitar en los aviones comerciales en los
que viaja semanalmente por considerar un lujo los aparatos oficiales. Es frecuente
verlo por televisión tomando puños de pastillas y recientemente, cuando dos
personas de rápidos reflejos evitaron que cayera en el estrado por un súbito y
ligero desvanecimiento. Algunos influyentes diputados dicen en confianza que
tiene problemas diabéticos y del riñón, por ahora bajo control.
Alemán, acusado por su malquerientes de
enriquecerse mediante el poder, escuchó impávido el severo discurso de don
Adolfo al tomar posesión en el Palacio de las Bellas Artes:
“No permitiré que se quebranten los principios ni
las leyes que nos rigen.. Seré inflexible con los servidores públicos que se
aparten de la honradez y de la decencia…”, declamaba con energía, moviendo
admonitoriamente su dedo índice extendido, como profesor regañón.
Al poco tiempo el ex Presidente Alemán salió con su
familia para unas largas vacaciones en Europa. Estaba anunciado que don Adolfo
no iba a ser un “Nopalito”, como le decían al Presidente Pascual Ortiz Rubio en
tiempos de Calles, a quien sus aduladores aludían como el Jefe Máximo de la
Revolución empoderada.
Tampoco fue un Rock Star, porque entonces ni Rock
había, pero le reconocemos su honradez y su decencia, que tanto se extrañan.
Este es un tributo a la vida de un buen mexicano,
un ciudadano ejemplar y un funcionario limpio.
“¡Así que este es el famoso Tuxpan!”
Don Adolfo llegó a Tuxpan en 1937 en un automóvil
que se detuvo frente al río esplendoroso que se deslizaba hacia el mar
silenciosamente, envuelto por el perfume sensual de los naranjos en flor y del
maduro y brillante pasto verde de los potreros. Era necesario esperar la balsa
para cruzarlo en el vehículo.
Había sido enviado como candidato a diputado
federal por el tercer distrito de Veracruz y llegó a la ribera antes que el
comité de recepción, vestido todo de blanco, mirando hacia el otro lado del río
y con su sombrero en las manos cruzadas por detrás. Sin voltear a verlos, soltó
en voz alta un admirado “¡Así que este es el famoso Tuxpan!”, según me contó mi
padre, Miguel López Lince, entonces de 29 años, presente como parte del grupo
que le daba la bienvenida.
A don Adolfo se le había prevenido de que a los
tuxpeños no los entusiasmaba la idea de apoyar para diputado a un ex mayor
pagador del Ejército, ex secretario particular del general Jacinto B. Treviño,
experto en estadística y reconocido en el salón Villa del Mar del puerto de
Veracruz como El Cinturita Brava, por su apasionada manera de bailar danzón, y
como El Fakir en otros salones menos honorables, por su recio aspecto, y a
quien, sobre todo, ni siquiera conocían. Ni él a Tuxpan.
La resistencia era encabezada por un joven de 25
años que era nada menos que el presidente municipal, Enrique Rodríguez Cano,
quien oxigenaba las aspiraciones de su amigo Manuel Zorrilla. Don Adolfo había
peleado en Ébano, San Luis Potosí, en Guerrero, Oaxaca y en otros sitios, y
había sido jefe de la escolta militar del Tesoro Nacional, 150 millones de
pesos oro, que en el presidencial Tren Olivo llevó hasta el Palacio Nacional
para entregarlo personalmente, y ante notario, al Presidente Adolfo de la
Huerta. Su fama de honrado estaba bien cimentada.
Ahora, don Adolfo tenía 47 años, hablaba despacio,
con cuidadosa corrección y voz grave. Además, era atento observador y paciente
escucha.
No se trataba de nada personal. Las decisiones
políticas se toman de acuerdo con las circunstancias, en frío, y conviene
aprovechar siempre todas las oportunidades de hacer alianzas duraderas para
progresar juntos en el arduo y penoso sendero de la vida. Así sería.
Deslumbrado con la lección, don Enrique marchó
pegado desde entonces al sabio lobo marino y fue diputado local, federal, líder
de la Liga de Comunidades Agrarias, oficial mayor de la Secretaría de
Gobernación y Secretario de la Presidencia de la República. Contrajo matrimonio
con Conchita, hija del ex gobernador porfirista Teodoro Dehesa e impulsó solo,
y con don Jesús Reyes Heroles, la carretera federal a México, las obras
portuarias, y el ferrocarril a México, cancelado a su fallecimiento, en 1955.
La convención no tenía candidato a diputado
suplente, obvia señal de su inconformidad. Entonces alguien corrió hacia los
muelles del río y le ofreció la candidatura a un arrojado muchacho atareado en
el registro de los embarques de plátano Roatán de exportación.
El joven Antonio Pulido Cobos aceptó y muy pronto
resultó hasta diputado propietario, porque don Adolfo, nombrado Secretario
General del Gobierno de Veracruz, pidió licencia en enero de 1940, menos de un
año antes de terminar su período y Pulido inició así una carrera política que
le duró casi toda su vida.
Volvió a ser diputado federal y fu director de
Seguridad de Ferrocarriles Nacionales. Estuvo casado con Conchita Vega, hermana
del héroe tuxpeño de la Segunda Guerra Mundial, Fausto Vega Santander,
subteniente piloto aviador del Escuadrón 201, caído en Luzón, Filipinas, dos
meses antes del final de la contienda. Conchita murió asesinada en su casa de
Tajín 500, colonia Narvarte, en la ciudad de México. Su viudo fue encarcelado
acusado del crimen.
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