COLUMNA


Los excesos de la libertad

ALMA GRANDE

Por Ángel Álvaro Peña

La protesta social se convirtió en un negocio o, en el mejor de los casos, en una manera poco legítima de exigir los derechos de los ciudadanos.

Las calles les fueron arrebatadas no sólo a los ciudadanos sino a los verdaderos inconformes que ven cómo sus espacios son tomados por profesionales de la protesta.

La manifestación callejera debe ser la última alternativa de protesta para ser escuchados, atendidos y tener una solución acordada entre inconformes y autoridades.

Pero el negocio no permite arreglos de conflictos sino conflictos sin arreglo.

Así, se han invadido recintos parlamentarios, oficinas de gobierno, sucursales bancarias, centros educativos, recintos universitarios, etc.

Esta vez integrantes del movimiento por los 43 desaparecidos de Ayotzinapa protestaron violentamente afuera del Senado de la República, rompiendo la puerta de cristal, ocasionando gastos pero, sobre todo, imponiendo un terror que no es propio de las víctimas sino de delincuentes, profesionales de la agresión.

Un grupo de 40 personas lanzó tres cohetones que destruyeron la puerta de acceso de cristal del Senado sobre la calle de Reforma.

Ante esta situación, Vidulfo Rosales, abogado de los padres de los 43 estudiantes desaparecidos, defendió no estar actuando con vandalismo, sino ejerciendo su derecho de protesta.

Lo cual nos habla de una desproporción de objetivos y estrategias que deben ser sancionadas de manera ejemplar. Está de por medio la integridad física de los trabajadores de las instituciones, de la gente de la calle y de los propios manifestantes.

A casi tres años de la desaparición de los 43 alumnos de la escuela normal Isidro Burgos, de Ayotzinapa, Guerrero, las protestas tienen el mismo epicentro: las calles de la ciudad de México. Mientras algunos de los miembros de este grupo viajan por todo el país y en el extranjero, la protesta en las calles de la Ciudad de México aumentan su agresividad contra las instalaciones de recintos legislativos, donde se ha pugnado por la reivindicación de los derechos de los familiares de los desaparecidos y promulgado leyes que sancionan severamente la desaparición forzada. Es decir, la protesta parece convertirse en una obsesión porque sigue dando vueltas sobre un mismo círculo a pesar del tiempo y de las circunstancias.

Pero el movimiento que exige que regresen los normalistas vivos no sólo paraliza las principales avenidas de la Ciudad de México, sino caminos, puentes, pero sobre todo la Autopista del Sol que afectó el turismo de la costa de Guerrero, principalmente Acapulco. Las pérdidas ocasionadas por los cierres de caminos fueron cuantiosas, y nadie es castigado por este desastre, que aunado a la crisis que vive el país pone en peligro la sobrevivencia de muchos hoteles y restaurantes.

Las marchas en tiempos electorales se convierten en un negocio muy redituable. Lo mismo protestan contra un partido que contra otro. Son los mismos, sólo que vestidos con diferente ropa, para que la democracia impere también en el negocio. Una democracia muy al estilo de nuestro sistema político, porque no cabe duda que las marchas funcionan.

La protesta social derivó en delito, pero no por la inconformidad social sino por los mercaderes de las marchas que lo mismo alquilan autobuses que regalan paliacates para simular infiltración o simplemente volver a culpar a los anarquistas que en su momento se convirtieron en el maleficio de toda manifestación callejera.

Es decir, la protesta no puede extenderse al terreno de la agresión a tal grado que se convierta en delito, donde se afecta el derecho de terceros. Aquí no hablamos de las calles cerradas o saturadas de inconformes sino de agresiones contra bienes materiales que son destruidos, como en el caso de la puerta del senado que fue derribada con cohetones y que seguramente tendrá que pagar las consecuencias dicha Cámara. Luego de la protesta no hubo detenidos ni heridos.

Es decir, sólo impunidad a la hora del recuento de daños y de deslindar responsabilidades. En el campo de batalla entre inconformes y autoridades, éstas deben pagar los vidrios rotos.

La protesta callejera tiene también profesionales de la manifestación y las marchas, que organizan movilizaciones sociales que muchas veces tienen que ver con la intención de descalificar candidatos, cerrarle el camino a tal o cual político o simplemente, hacerse notar para después hacer presión y lograr beneficios para los líderes pero no para la comunidad que engrosa las filas de las protestas sociales que no son auténticas.

La radicalización de la protesta debe tener un límite. La agresión no justifica ninguna razón sino que impera la violencia y la violencia sólo engendra más violencia.

Las marchas pueden convertirse en batallas callejeras donde los resultados pueden ser nefastos, con la garantía de los agresores que podrán recurrir al amparo de los derechos humanos en los que se resguardan para hacer destrozos, agresiones físicas y verbales e imponer la violencia a su alrededor.

PEGA Y CORRE: Ejército institucional.- La guerra contra la delincuencia que obligó a los soldados a salir a las calles, es ahora la diversificación de delitos que multiplican las acciones militares para darle paz y tranquilidad a los mexicanos pero sobre todo solidez a las instituciones. Es una guerra y en ella se gana o se pierde, no hay guerras que terminen en empate. En las guerras se mata o se muere.

La proliferación del robo de combustible extendido a casi todo el país, crea batallas a muerte. Esta vez el hombre sometido portaba un arma en Palmarito, Puebla, era Paulino Martínez, primo de El Toñín, líder de los huachicoleros en esa localidad. A pesar de estar en el suelo, significaba un peligro. Estaba armado. Los pertrechos de guerra de los delincuentes incluyen chalecos antibalas y una serie de aditamentos que compiten con los de los miembros del ejército mexicano, con lo que puede hablarse de que cada enfrentamiento representa una batalla en la guerra por la paz en el territorio nacional. De ahí que las acciones en el campo de batalla se explican, se definen y se deciden en el momento mismo en que se libran. Los soldados del Ejército mexicano son ejemplo de institucionalidad, de nacionalismo y debe reconocerse que cada día tienen mayor carga sobre sus espaldas y deben responder a la confianza y a las expectativas en la lucha por la seguridad de un territorio, que por su riqueza y extensión nunca ha estado exento de peligros que atentan contra la seguridad de los mexicanos y la soberanía de la Nación… Esta columna se publica los lunes, miércoles y viernes.

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